lunes, 4 de mayo de 2009

Epidemia de histeria

Gabriel Guerra

Para Lorenzo y Lorenza Lazo, en recuerdo de Concha…

Dicen que la ignorancia no mata, “nomás ataranta”, pero no estoy tan seguro. La cantidad de tonterías que he escuchado, visto y leído a raíz de la emergencia supera con mucho mi capacidad de digestión.

México y buena parte del mundo parecen estar infectados por otro tipo de virus, que nada tiene que ver ni con las aves ni con los cerdos, pero sí mucho con los humanos. Es un virus que ataca el sistema nervioso central y provoca graves trastornos mentales, afectando la capacidad de raciocinio y el uso de la lógica elemental. Es altamente contagioso y tiene un efecto multiplicador y potenciador sobre sus víctimas, que además aumenta conforme más lejos se encuentran de otros —más reales— focos de infección.

Este nuevo virus tiene una capacidad inusitada para volver irracional al más sensato, hipocondriaco al más saludable y paranoico al más cuerdo. Entre sus primeros síntomas se cuentan la capacidad de creer cualquier teoría descabellada, de repetirla sin pena y sin filtro alguno. Quienes contraen este nuevo virus creen que todo extraño es sospechoso y posible portador de otro, el más famoso pero menos peligroso H1N1, que solamente afecta las vías respiratorias pero que hasta el momento no ha mostrado riesgos para la inteligencia humana. El primero, el virus de la histeria humana, está totalmente fuera de control y no hay antiviral ni vacuna que proteja eficazmente contra su contagio.

Sus alcances no reconocen fronteras ni clases sociales, no distinguen ideologías, nacionalidades ni profesiones. Se enferman lo mismo gobiernos como el cubano y el israelí que periodistas usualmente serios y otros que no lo son tanto; futbolistas que no siempre se caracterizan por su conducta intachable que habitantes de países desmemoriados; adquiere tintes religioso-carnívoros como en Egipto y vuelve locos a agentes migratorios en China, a aldeanos despistados en Guerrero, a políticos y politólogos, a comerciantes y mercaderes…

Conocemos todos las más obvias manifestaciones del mal, como el hostigamiento y discriminación a mexicanos, estén o no infectados por el H1N1, dentro y fuera de nuestro país. Nos escandaliza que los recluyan en China, pero en México la fobia a los habitantes del DF cunde por doquier y se dan casos, hasta ahora aislados, de agresiones físicas y verbales. Naciones o pueblos que en teoría podrían guardarnos agradecimientos históricos cancelan vuelos (Argentina y Cuba) o se mofan abiertamente de los nuestros (Chile) o ignoran toda evidencia científica (Israel).

No es que un boicot turístico cubano vaya a afectarnos gravemente, ni que la suspensión de vuelos desde y hacia Argentina vaya a tener repercusión más allá de las industrias restauranteras y de entretenimiento masculino, pero llama la atención la rapidez y la tontería de los funcionarios que decidieron esas medidas. Los salva un poco el ejemplo de Egipto, cuyo gobierno decidió sacrificar a toda la población porcina de ese país, no sé bien a bien si por preocupaciones sanitarias o para quedar bien con sus radicales islámicos…

Hay personajes públicos que creen que pueden impunemente cuestionar la realidad de una epidemia que podría convertirse en algo peor, y que no se dan cuenta de que su paranoia sólo es superada por su estulticia. Teorías de conspiración dignas de películas de los años 60 aparecen bajo el cobijo de individuos que uno creería más cuerdos, a la vez que otro sector de la población se aferra a las supersticiones para contener el contagio. El cubrebocas se convierte en amuleto mientras que el agua y el jabón son súbitamente redescubiertos por un país que se preciaba de ser limpio pero que —ahora lo vemos— fue dejando de serlo.

Del comercio mejor ni hablar. No sé si son más condenables los revendedores de cubrebocas que los acaparadores silenciosos de Tamiflu, pero me queda claro que las empresas que decidieron lanzar sus campañas publicitarias para aprovecharse de la emergencia merecen algo más que un llamado de atención. Mal hacen los vendedores de desinfectantes o de alimentos que no cuidan el buen gusto, pero resultan criminales los que promueven productos contra la gripa común anunciando que NO requieren receta médica, cuando las autoridades se han cansado de advertir contra la automedicación y cuando hasta el menos informado sabe que lo peor que se puede hacer ante un síntoma es encubrirlo con medicamentos. Quien se anuncia así, en tv abierta durante los partidos de futbol en domingo (y si la Cofepris necesita más datos para ubicarlos estamos en problemas) está poniendo en riesgo a la población.

Malas son la ignorancia y la histeria colectivas, pero peor aún el afán de lucro en circunstancias como la que vivimos. En algunos delitos se puede argumentar la locura como atenuante, pero no la estupidez.

gguerra@gcya.net

www.gabrielguerracastellanos.com

La influenza y nosotros

José Woldenberg
30 Abr. 09

Junto al brote epidémico de la influenza porcina podemos observar un espectáculo: el de nosotros, los comentaristas. Dado que no existe acontecimiento relevante que no sea acompañado de una estela de apostillas, análisis y comentarios, seguir estos últimos es como observar las sombras que proyectan las figuras o los ruidos de los motores en una carrera de autos. Se trata del acompañamiento que modela y modula el ambiente "cultural e intelectual" del momento, del aura de opinión que rodea a la sociedad, del sentido común impreso. No resulta anodino y deja su impronta en las muy diversas lecturas que las personas hacen de los sucesos. Por mi parte, ofrezco una tipología lírica, subjetiva e inacabada de nosotros, los opinadores, ante la crisis de salud. (No se trata de categorías excluyentes. Una sola persona puede ser ubicada en dos o más casilleros. Y además, cualquiera puede contribuir con nuevos y más decantados tipos).

El experto exprés. De inmediato, luego de dos o tres consultas (telefónicas o bibliográficas), el lego se transforma en una autoridad en el tema. Cuatro o cinco ideas tejidas de manera armónica, más seguridad, más contundencia al enunciarlas, crean un perito en la materia. El nuevo especialista explica, analiza, pontifica. Maneja ese conocimiento (superficial) con soltura y durante los días que corren será un consumado epidemiólogo.

El escéptico. Cada dicho de las autoridades, cada medida tomada, cada cifra sobre la epidemia, le parecen sospechosas. Y a él nadie lo puede engañar. Años en el oficio lo han convertido en un desconfiado contumaz. Sabe o intuye que nada es como parece; que detrás del tono seco del secretario se esconde un secreto que es necesario develar y que los datos deben estar trucados por una estrategia "comunicacional" o por simple inercia. Para él, la suspicacia es sinónimo de inteligencia y si la segunda se encuentra un poco maltrecha, la primera se mantiene incólume.

El sagaz opositor. De inmediato descubrió la lentitud de la respuesta de los gobiernos, la excesiva o la poca información que ofrecen, las contradicciones en sus dichos y decisiones, las pretensiones de utilizar la crisis para fortalecer su imagen. En una palabra, a él no sólo no lo engañan, sino que ya se apresta a desenmascarar -como en la lucha libre- la torpeza, corrupción e incompetencia de los encargados de tutelar nuestra salud. No existe terreno en el que no se deba dar la batalla y ahora el campo es el de la epidemia y la negligencia criminal.

El tira netas. No es un experto ni pretende serlo. Pero, eso sí, sabe todas las medidas que usted debe tomar. Hay que lavarse las manos 26.7 veces al día, no salir a la calle sin tapabocas, no dar la mano y mucho menos un beso, abrir las ventanas del hogar, y a los menores síntomas correr al hospital o la clínica más cercanos. Por el momento es un cruzado de la causa buena, y nada ni nadie lo podrán distraer de su misión. Ha llegado el momento en que cada uno debe contribuir con su granito de arena y él carga un pequeño costalito que trajo de Acapulco.

El acólito de la autoridad. Hay quien los confunde con el anterior, pero éstos son los que no se apartan ni un grado de las indicaciones oficiales. Repiten, subrayan, glosan, insisten. Piensan que su tarea es la de coadyuvar con los gobiernos y se transforma en un eco consistente e insistente de los mismos. En la guerra contra el virus se asumen como soldados a las órdenes de la superioridad. Su disciplina es única e inconmovible y lo demás es lo de menos.

El pescador monotemático. Por supuesto que hay comentaristas especializados, aquellos que "lo saben todo" sobre un tema. Y no pueden ni quieren desaprovechar la ocasión. Ya han aparecido los primeros aportes: "la epidemia y el turismo", "la influenza y el futbol", "la enfermedad y las elecciones", "la salud y la novela". Recuerdan aquel viejo chiste de los fenicios que no estoy de humor para repetir. Se trata de un resorte bien aceitado y que consiste en llevar cualquier tema al terreno conocido. En el no tan remoto pasado inmediato sus temas eran: "el narco y el turismo", "la violencia y el futbol", "la droga y las elecciones", "las bandas delincuenciales y la novela".

El erudito. Los hay en las más diferentes versiones. El que es capaz de recordar todas y cada una de las epidemias que precedieron al actual brote; el que puede citar a los autores que han tratado con la enfermedad y sus derivaciones; el que nos ofrece una historia panorámica del origen, desarrollo y estado actual de las vacunas en todo el orbe. Saben que saben y es el momento para que los demás se den cuenta de ello.

Son voces expresivas, elocuentes, y en conjunto producen una melodía desafinada pero penetrante, estridente e inescapable. Hablan del brote epidémico sin duda, pero también de los comentaristas, de cómo se ven a sí mismos y de cómo quieren ser vistos por los demás. Y ello, a querer o no, tiene su gracia.